Notas para una antropología del CAFÉ
El café es a la cultura lo que el aceite al motor: un lubricante que permite fluir la imaginación mediante el impulso del diálogo y la conversación. Durante siglos fue un estimulante prohibido y maldito. Hoy la cultura tecnológica ya no puede prescindir de un cibercafé.
El café es un elemento indispensable en muchos acontecimientos de nuestra existencia; forma parte de nuestro cotidiano devenir. Con él se cele-bran por igual nacimientos, bodas, cumpleaños, aniversarios, o se acompañan eventos penosos como la muerte, enfermedades o abandonos.
¿Qué relación hay entre una simple taza de café y la complejidad del mundo al que cada día nos enfrentamos? ¿Cómo pueden el aroma y el sabor de esta tradicional bebida contribuir a hacer más llevadera nuestra soledad, más disfrutables nuestras relaciones amorosas y amistosas, pero sobre todo, cómo ayuda a dar sentido y arraigo a nuestras vidas? ¿Cómo se ha deslizado este pequeño grano a través de nuestra historia, adquiriendo una dimensión inusitada en diversos ámbitos, tanto rurales como urbanos? Estas preguntas suscitan infinidad de ideas y de nuevas preguntas: la cuestión ahora es cómo empezar a dilucidarlas, cómo seleccionar del pensamiento, que hasta hace un momento fluía espontáneo, liberado a las contingencias del instante, las ideas para organizar y dar cuerpo a un texto que más allá del aspecto técnico de la producción del café, pueda dar un testimonio de nuestra experiencia humana al contacto con él.
Un texto que signifique algo, que tenga un sentido para aquél a quien el antropólogo pretende dirigirse, pero sobre todo seducir y entretener. ¿Cómo atrapar a las personas que lo leen dentro de la misma trayectoria que ha seguido su autora, para compartir una reflexión que se mueva entre lo cotidiano, la naturaleza y la cultura?
Antes que nada hay que contar con una aliada discreta e inspiradora, la inseparable compañera ya sea a un lado de la computadora o del cuaderno de notas. Una taza de café, nuestra cómplice obligada ante el reto de pensar, de vivir y de amar, impulso que despierta la inspiración y sostiene el primer golpe de teclado. Como bien dicen por ahí, el trabajo es comenzar...
El primer sorbo, aquel que invariablemente convoca nuestros sentidos por su aroma y sabor intenso, casi siempre es un valioso detonador para empezar; nos proporciona un calor-cito interior, el combustible simbólico para echar a volar el pensamiento y la imaginación, para soñar despiertos, fantasear o simplemente alertar nuestra mirada. No es fortuito que para algunos especialistas el nombre del café se deriva del vocablo turco kawah, que significa "lo que maravilla y da vuelo al pensamiento". El café es un estimulante por excelencia; movimiento infinito que nace en su interior y tiende un puente natural entre el yo y el otro. Vínculo invisible, hilo que tensa los diálogos con la alteridad.
Pero, ¿a qué "otro" nos podemos referir, quién puede ser "nuestro semejante"?, se preguntará el lector, cuando de una actividad solitaria se trata. ¿Cómo pensar, escribir, inventar, trabajar o divagar simplemente, en ausencia de alguien? El otro es la memoria, los recuerdos, los olores, el dolor o el placer que se siente al evocarlo. El otro es el motor de todo lo que hacemos, anida en nuestra intimidad.
Sin él nada tiene sentido, ni siquiera la confortable taza de café con la que cada día oficiamos la ceremonia de existir... Ese líquido que cotidianamente deleita nuestros paladares es el resultado de un complejo diálogo inicial entre los hombres y la tierra de donde toma su color y su nombre. El café es energía para el espíritu, refugio de las palabras que nos decimos a solas, arropa el alma y empuja a la vida: es cauce que nos lleva directo al centro de los otros.
Conforme escribo frente a la laptop, la taza que me acompaña, portadora del líquido en cuestión, parece lanzarme un apurado reproche desde la medianía de su contenido. Sabe que pronto habrá de tocar fondo, no le queda mucho tiempo, y todavía no hay indicios de cómo introducir al tema planteado, ¿qué relación hay entre antropología y café?
¿Cuál es la prisa?, pienso, a la vez que sostengo su orilla muy próxima a mis labios, en busca del camino más directo y preciso para expresar lo que quiero; de aquella idea-anzuelo que permita transitar al público de los tópicos usualmente abordados sobre el tema, a aquel que sin duda nos compete a todos: la dimensión humana y cultural del café.
Mientras degusto otro sorbo del líquido cuyo sabor conservo aún en el paladar, el tema eje surge espontáneamente: la persona se identifica como ser social a partir de su cotidiana participación comunitaria, gracias a la cual se relaciona y produce cultura. Sin embargo, parece que en la actualidad este proceso se encuentra en permanente descomposición; ha sufrido una rápida transformación y la pérdida de su sustento en la sociedad tradicional. Las generaciones anteriores se han visto obligadas a modificar sus valores comunitarios para asimilar, casi siempre sin reflexión previa, la trasgresión proveniente de la modernización, debido a la cual el trabajo, la migración y la tecnología han generado nuevas formas de dominio que diluyen la presencia de los individuos, ocultándolos en el anonimato.
Así, el cambio social motivado por la llegada de la modernidad repercute en la conformación de los grupos humanos. Las modificaciones impuestas a la sociedad han creado nuevas formas de desarrollo de identidades masificadas. Este cambio obliga a recrear el presente de manera distinta.
Actualmente el sujeto, a partir del esfuerzo individual, tiene que abrirse paso para construir su mundo en soledad. La modernidad es un factor que sobrevalora el presente y con ello la libre competencia, ubicándose sólo en el ahora vivido para seleccionar e imponer un sistema de identidad basado en los argumentos del consumismo: el ser, el hacer y el tener van perdiendo peso, frente a la velocidad de los cambios sociales.
Identidad y modernidad cada vez más tienden a debilitar los valores tradicionales, y emergen como una alternativa para eliminar la vida comunitaria y promover una nueva forma de organización social que fomenta la individualidad y el narcisismo. A ello contribuyen los medios masivos, al imponer vías de comunicación unilaterales, basadas en información descontextuada y desvinculada de la realidad socioeconómica; de nuestras raíces y valores familiares y culturales.
La propuesta de este ensayo es considerar el café como patrimonio cultural y como favorecedor de una comunicación permanente y fluida entre miembros de diversos grupos humanos, sobre todo de las sociedades urbanas, a fin de que éstas puedan no únicamente preservar sus costumbres, tradiciones y valores, sino proponer nuevas formas y espacios culturales para enriquecerlos y consolidarlos como parte de la necesidad de una identidad firme, que confiera sentido y razón a la existencia de cada uno de nosotros, a partir de referentes comunes.
El hecho de entender como patrimonio todo aquello que se encuentra vinculado a la memoria colectiva y a los procesos de identidad conlleva un sentido de arraigo capaz de materializarse en la construcción de espacios simbólicos que remiten a acontecimientos pasados, cuyas rememoraciones connoten también el presente vivido. Tales espacios pueden ser materiales o simbólicos: el café, por su historia y características, participa de las dos modalidades.
Como cultura no-material plasma sus signos en el orden de la celebración, la fiesta y los rituales, pero sobre todo en el ámbito del cotidiano. Es comparsa del diario acontecer y puede contribuir a la integración de un sistema patrimonial que, a partir de lo local, legitime la esfera más amplia de la nación.
Antropológicamente, puede considerarse a los espacios creados, ex profeso o no, para beber café como contextos rito-rutinarios especialmente favorables para significar el tiempo y la memoria en común.
Así, entre taza y taza de café, como parte de la interacción ocasional, o de la convivencia, se va desarrollando una acción sociocultural, un entramado discursivo que ofrece pautas de intercambio simbólico y referentes comunes de permanencia y procedencia entre los individuos. Se articulan narrativas donde presente, pasado y futuro fluyen y confluyen por las vías del lenguaje, la reflexión y la inteligencia social.
Desde este enfoque, los canales de comunicación están abiertos permanentemente para la preservación y creación del patrimonio cultural. El despliegue de sus tiempos, lugares y espacios de expresión participa prioritariamente de lo colectivo, aunque históricamente, en relación con el café, el modelo occidental ha puesto el acento estético y cultural sobre estrictos cánones procedentes de las élites y grupos en el poder.
Entre los famosos que bebían café figura Napoleón, a quien le encantaba tomarlo mientras jugaba ajedrez; Voltaire se bebía hasta 50 tazas al día; Beethoven tenía fama de contar obsesivamente sesenta granos de café para preparar su taza. Las historias son innumerables, pero todas ellas han puesto de relieve el pensamiento y la inteligencia creativa individual como una forma princeps de asociación con el café.
En tanto, el énfasis en lo social ha corrido por cuenta de las calles, oficinas, estaciones de autobús, comercios y espectáculos masivos de diversión, pero sobre todo de la privacidad del hogar. ¿Quién de nosotros es capaz de iniciar su día sin beber apresuradamente una taza de café antes de salir a enfrentar los avatares diarios, o el obligado y pésimo americano en vasi-to de unicel que nunca falta en los lugares de trabajo, consultorios y establecimientos públicos? Sin embargo, para dar un paso adelante, más allá de las interacciones fugaces que propician las grandes urbes, podemos empezar a considerar desde un punto de vista más antropológico lo que podría entenderse por inteligencia social como una experiencia de interacción con el otro, como una forma de concebir una ética y una estética más democrática.
Por citar un caso, las cafeterías son ejemplo de los espacios-lugares más proclives para realizar estas prácticas urbanas. Lugares de confluencia y producción simbólica de los consumidores, donde el patrimonio material y cultural se crea y se recrea sin cesar. En los cafés se construyen amistades; se cuentan, recuentan e inventan historias, realidades y ficciones; se finiquitan negocios, se inventan mundos alternativos, nuevos lenguajes, modismos, se organizan confraternidades, se rompen relaciones, se conspira y se inspira. Se expresan temores e inquietudes, se buscan o encuentran compañeros de vida, se tejen, entretejen y destejen romances y amoríos.
En fin, en el corazón de estos locales bullen las pasiones; los deseos se forman y deforman constantemente; en ellos la gente se reúne para evocar o añorar tiempos pasados, pero también para tratar de dar respuesta a los variadísimos interrogantes que plantea la dinámica del momento presente.
En los cafés se arman y desarman complicidades y traiciones; se espera y desespera; se juega, se sueña. A las cafeterías acudimos en busca de compañía o para disfrutar en soledad de uno mismo; para hacer sesudas reflexiones, duelos postergados. Para llorar pérdidas y fantasear encuentros, o simplemente observar a los parroquianos que entran y salen constantemente: el mar de gente que fluye dentro y fuera del local.
En esos lugares el tiempo y la cultura conforman un espacio de significación donde las identificaciones con los otros, el intercambio de palabras o simplemente de miradas producen y confirman nuestra identidad como factor determinante que contribuye a la preservación del saber social.
En su diario ajetreo, las cafeterías trascienden su carácter comercial, rompen la barrera del consumo por el consumo mismo para convertirse en receptáculos de cultura mediante el diálogo permanente. En su seno se actualiza lo aceptado como tradición. Sólo a partir de la comunicación verbal y de sus prácticas cotidianas, la sociedad se regenera encontrando en el pasado elementos para enfrentar el presente.
El llamado "elíxir de la conversación" es quizá la única bebida que se adecua a los siglos y la gente, congrega discusiones y afectos en las cafeterías de todos los tiempos. El café y las cafeterías siempre han sido objeto de inspiración y tema para elaborar pinturas, canciones, poemas, novelas o crónicas. Forman parte de una valiosa cultura de distintos relieves geográficos, pero sobre todo, de un patrimonio y una necesidad creciente de sentido social, sobre la que poco se habla.
Y como muestra de la capacidad de adaptación de estas prácticas sociales a la tecnología, las cafeterías actualmente compiten con los llamados "cibercafés", espacios de interacción en los que inicialmente el aromático nada tenía que ver más allá de ser un atractor para los usuarios. Sin embargo, precisamente porque el ritual que constituye tomar una taza de café se ha convertido en un concepto social más que gastronómico, la tecnología no ha podido escapar a su embrujo y para publicitarse en algunos ámbitos toma en préstamo el nombre de "café".
Al principio, en los cibercafés la gente únicamente se relacionaba con la computadora; pero poco a poco se ha infiltrado en ellos el virus de la comunicación cara a cara. Algunos de estos cafés incluso se han convertido en centros de encuentro social que reúnen a profesionales y amigos. No obstante son la excepción, ya que más bien responden a una actividad mecánica o de comunicación virtual que prolifera como parte de la globalización.
De esta manera las formas tradicionales de intercambio social pretenden ser sustituidas por regulaciones centradas en el consumo, la producción indiscriminada y las vivencias aisladas del yo. Estas formas de interacción humana, marcadas por una permanente movilidad y aumento de complejidad, de acuerdo a los especialistas, son el síntoma de un fenómeno creciente de "destradicionalización" que cada vez de forma más intensa y extensa pretende imponerse en todos los ámbitos de convivencia de nuestras sociedades urbanas.
Antropológicamente ya se observa la inoperancia del vínculo social, manifiesta en la pérdida de referencias de las costumbres, tradiciones y valores heredados. Las nuevas formas de relación en nuestros días, paradójicamente, suelen ir acompañadas, por un lado, de una especie de nostalgia de nuestras raíces, de "tiempos mejores" y, por otro, de un afán casi enfermizo por adaptarse productiva y económicamente a la descomunal aceleración del tiempo y degradación del espacio no sólo material, sino sociocultural.
La ideología imperante coloniza el interior y al exterior del individuo, lo que provoca en él profundas perturbaciones y descontrol, dejándolo cada vez más expuesto a la tiranía de la oferta y la demanda. Acuciado por la moda, la apariencia y la competencia, el ser humano pierde su esencia y se convierte en copia de una copia de una copia del molde inicial diseñado por los sistemas económicos y los grupos de poder vigentes.
La creciente despersonalización de los individuos y grupos humanos provoca comportamientos patológicos que rayan en el ostracismo, al considerar irrelevante todo aquello que tiene que ver con la comunidad, la convivencia, la solidaridad y la responsabilidad por el otro.
Concentrada en lo que escribo, hace ya mucho rato que miro sin mirar la taza de café a través de cuya figura se reflejan algunos rayos de sol que despiden la tarde para dejarla en la penumbra, iluminada sólo por la tenue luz que sale de mi Mac. El fondo de la taza ha quedado vacío, en espera de que su dueña interrumpa unos segundos su quehacer y vierta otro poco del confortante líquido en su interior, calientito y excitante para sobrellevar el frío intenso que conforme se avecina la noche parece colarse hasta los huesos.
Taza en mano, al contacto con la pantalla, percibo cómo se deslizan mis esfuerzos por definir el significado del término inteligencia social no en oposición a los procesos cognitivos individuales, sino como su complemento obligado. En la vida de los individuos las respuestas sociales se muestran eficaces si ponen en movimiento pensamientos y acciones, basados en un sentimiento de realidad compartida, que surge de la interacción como auténtica praxis comunicativa, productora y producto de certezas y valores compartidos a fin de configurar una vida humana plena y cordial.
Inteligencia social y comunicación forman, pues, un binomio que, más allá de los discursos institucionales y de la manipulación de los medios, se materializa espontáneamente a través de la emergencia de tiempos y espacios donde libremente se puedan desplegar los procedimientos de la creatividad humana, esas minúsculas partículas de la acción cotidiana que al aglutinarse puedan formar la contrapartida de aquellos otros procedimientos mudos y avasalladores que organizan el orden sociopolítico.
Es precisamente en el hecho cotidiano donde el individuo mejor se expresa, se afirma, se realiza dejando su huella en la vida social. Sus marcas son las de la invención permanente. Las prácticas cotidianas siempre serán hechos singulares, repletos de imaginación creadora.
Gracias a ellas los hombres recuperan su privacidad a la vez que se integran verdaderamente a una colectividad y hacen uso de su capacidad de elección. Ahí radica el potencial "desalienante" de la vida cotidiana, frente a una tradición convertida en repetición anquilosada, desarraigo social y cultural, en vacío existencial.
Los haceres cotidianos acondicionan el espacio para la realización del ser a través de ejercicios pequeños, nimios, aparentemente intrascendentes, como las charlas en los cafés que nos han ocupado en este ensayo, las cuales de pronto pueden cobrar una relevancia insospechada por causa lo que se ha denominado "efecto mariposa" o "influencia sutil" y transformar, por ejemplo, una rutina en rito, una narración en mito, un afecto en pasión, rencillas intrascendentes en muertes.
En la naturaleza tanto como en la vida social y particular, lo cotidiano gobierna nuestro mundo a través del efecto mariposa: debido a él los movimientos e interacciones humanas no pueden predecirse ni controlarse, ya que constituyen un sistema no lineal, donde las diminutas influencias, como el aleteo de una mariposa o el suspiro de un enamorado, pueden actuar de un modo tal que transformen todo un sistema físico o social.
Este concepto de influencia sutil es afín con una antropología de la complejidad humana que busca generar conciencia en los individuos sobre su capacidad de incidir en la sociedad y sobre la importancia de entender los sistemas de dominación como propiciadores de decadencia y extinción del patrimonio cultural y la comunicación social, sacrificando su riqueza y oportunidad de florecimiento.
El efecto mariposa señala que cada ser humano tiene una enorme pero no reconocida influencia en la existencia de los microsistemas de la vida social: aunque no poseamos el dominio que tiene quien controla en un sentido estricto, todos poseemos el poder de la influencia sutil. Hacer conciencia de esta capacidad rompe los automatismos sociales, favorece la creatividad y la renovación social, así como la producción de contextos simbólicos y culturales que permitan a cada individuo fluir sin obstáculos, con una nueva luz.
Generar reflexión al interior de los grupos sobre este devenir libre y creativo de la vida es una forma de inteligencia social; constituye el primer paso hacia una apertura dinámica que permite la convivencia entre tradición y modernidad, preservando nuestro patrimonio y memoria a fin de proyectarlos hacia un futuro deseable.
Hay que propiciar una cultura de la influencia sutil, basada en el azar de las circunstancias como el clima, el principio y el fin de nuestras jornadas familiares y laborales, el saber y el sabor de una taza de buen café, del amor y el desamor, un mensaje insinuado, los encabezados de un libro, la conversación más insulsa, el hombre o la mujer más anónimos... Como dice el poeta: tener una conciencia abierta a todo lo que habla, hace ruido, pasa, viene a la mente, existe...
"Y todo este alboroto a propósito de alguien como yo, una pequeña y humilde taza de café", parece volver a reprocharme la multicitada acompañante, al observar mi entusiasmo antropológico, colocada dos peldaños más arriba de la superficie de la mesa en que horas antes se encontraba, sostenida ahora sobre un volumen de la obra de Certeau.
Así es, mi querida y pequeña taza (convidada indispensable de lo cotidiano); tú eres un buen ejemplo de influencia sutil; has propiciado cuestionamientos sobre hasta qué punto la inteligencia es indisociable de las prácticas y los placeres cotidianos articulados al calor de una bebida, de una mirada, una conversación, un silencio o una escritura. Has contribuido a un análisis de cómo, en torno al aromático, se generan cada día nuevos contextos para la reflexión y el cambio. De cómo tu estimulante efecto puede hacer de las palabras puertas de salida de historias mudas o silenciadas...
Por otra parte, también hay que señalar lo mal apreciados que desde esta perspectiva de la influencia sutil son los consumidores de café, quienes mediante sus prácticas significantes producen tiempos y espacios propicios para desarrollar otro tipo de estética. Un arte improvisado para cada momento y circunstancia, formado de un material simbólico: voz y silencio cargados de sentido... practicando simplemente el arte de manipular, de saborear, de callarse, de escuchar o de gozar. Arte que no se fija ni se materializa, que no se comercia, ni decora los hogares o los museos, pero tiene el inmenso e invisible poder de cambiar nuestros destinos.
Así, la verdadera reflexión sobre el patrimonio, el café y la cultura no se encuentra ya únicamente en los libros, en los museos o en boca de los especialistas. Hay que salir a buscarlo en los lugares del anonimato, en aquellos donde uno se reúne "para todo y para nada", donde lo trivial convive con lo grandioso; donde las banalidades pueden decirse sin ofender el pudor de la erudición, donde el mejor o a veces el único motivo de celebración es el encuentro con el otro y con uno mismo.
La sabiduría práctica, frente a la meramente racional, es siempre el conocimiento de lo razonable, de lo que tiene sentido para el hombre, de lo que le es útil, conveniente y oportuno. En el hacer cotidiano aparece una nueva dimensión estética, aquella en que los actos de todos los días se expresan en una poética y una política, imaginativa, perturbadora. En sus ámbitos la influencia sutil pone de relieve el detalle, desdobla su sentido haciéndolo significar más allá de sí mismo; en sus tiempos y sus espacios los objetos, las texturas, los sabores, los tonos, los murmullos, los estilos, los susurros cobran un valor adicional al cobijo del yo y del otro, de los otros. En la acción cotidiana hay más que un simple movimiento material, hay un residuo simbólico que nos afirma y confirma como humanos.
El café indudablemente acompaña las artes de pensar, pero más allá de los procesos cogni-tivos, de los rigurosos razonamientos científicos y técnicos, es partícipe y cómplice de una forma de inteligencia intuitiva, estética, emocional e inconsciente: contribuye al despliegue de una inteligencia colectiva, de aquella que se encamina al bienestar del ser y del hacer, interesada en la preservación de la naturaleza, la cultura y el espíritu.
Sea ésta una invitación para apreciar lo sutil y lo grandioso en la pequeñez de un grano de café...
Paloma Bragdon Cabral es psicoanalista, doctora en pedagogía y candidata a doctora en antropología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia y por el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es editora de la revista Café y sociedad de la Unión de Ejidos de la Selva. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.