Panadería mexicana: formas con sabor
El libro Masa y poder pudo ser escrito por un panadero mexicano. Bien dice Ángel del Campo Micrós que a cada pan lo "bautizamos como si se tratara de un animal doméstico o una plaga". En fin, sólo en México hacemos un pan de muertos, ¡que golosamente lo devoran los vivos!
Llega el trigo
Llama la atención la enorme variedad de panes que existen en nuestro país; con certeza no la iguala otra nación en el mundo. La panadería surge con la llegada de los españoles, que trajeron el trigo; nunca imaginaron que los trabajadores de los amasijos mexicanos iban a convertir en arcilla la masa hecha de harina de trigo para crear infinidad de formas, e iban a echar también al vuelo su imaginación al nombrar a cada uno.
Desde la época prehispánica la producción alfarera fue de gran calidad. Se usaron distintas calidades de barros; se lograron piezas delgadas, otras bellamente decoradas con rayado, pastillaje, mezclas de barros distintos, pinturas... En la época prehispánica se elaboraban además muy distintos tamales; los hacían en forma de saetas, de flores, enrollaban masa de colores, maíz y frijol, por ejemplo, y al cortarlos daban la apariencia de caracoles. Tamales de muy diversas formas como ofrenda a los dioses; las tortillas y otras preparaciones de masa de maíz eran también muy variadas. Con semilla de amaranto reventado y miel de maguey, se hacían las más complejas formas. Por ejemplo, el dios Huitzilopochtli se construía de tamaño natural con esta pasta llamada tzoalli; sus dientes eran granos de maíz; sus ojos, turquesas. No era nuevo para los indios hacer un uso artístico de las masas.
Galletas marineras y fruta de horno
En la Europa medieval, los panaderos solían ser los dueños del establecimiento, pero eran ellos mismos quienes elaboraban el pan; tenían algún joven ayudante, y a veces lo hicieron sus viudas, si ellos morían. En México, los españoles evitaron hacer cualquier trabajo manual; dispusieron de la mano de obra indígena.
Un dueño de panadería en la época colonial conseguía una merced de agua; esto es, la manera de proveerse de agua de cañería, pues la de canoa no podía utilizarse para hacer pan. Ponía el local, en el que solía vivir en los altos, con su familia; en los bajos se ubicaba el amasijo y el horno. Para el siglo XVIII, Virginia García Acosta documenta que un noventa por ciento de los trabajadores de panadería eran indios; el resto mulatos o mestizos. Fue así que muy pronto los indígenas estuvieron en contacto con la masa de trigo. Había además mujeres panaderas en poblaciones menores, y otras que elaboraban lo que hoy conocemos como pan de dulce o bizcochos, aunque acerca de esto hay poca documentación. También se hacían bizcochos en los conventos; muchos frailes y monjas elaboraban el pan de sal para su propio consumo.
El pan del que más datos tenemos es el que se elaboraba y vendía en las panaderías. Había severas estipulaciones acerca de la harina que debía contener, de acuerdo con su calidad; del peso, del lugar de venta, del agua que se usaba para su elaboración. Cada panadería tenía la obligación de marcar su pan con un sello de madera labrada con los motivos que elegía el panadero. Estos sellos se registraban en el cabildo de las distintas poblaciones. Se conservan preciosos documentos en varios lugares del país que nos permiten conocer estos sellos; en cambio los objetos de madera con que se hacían han desparecido, seguramente en el fuego de los hornos.
Estos panes tenían por lo general forma de tortas. Las había de distintos pesos; el precio se fijaba de acuerdo con el tamaño. Otra diferencia entre los panes era la harina: la más fina era la más blanca, la llamada "flor de harina". Este pan era para los virreyes, obispos y otras personas con altos ingresos. El pan más corriente era el pambazo; se hacía con harina morena; su nombre viene de las palabras pan y basso o bajo, esto es pan bajo, para los pobres.
Es posible que desde entonces se hiciera pan blanco con algunas figuras, pues en España están documentadas como antiguas algunas formas como las que tiene el pan que hoy llamamos español y que aún se vende en las panaderías: cuernos y trenzas pudieron ser algunas de ellas. En pinturas del siglo XVII, sobre todo en los llamados cuadros de castas, encontramos, además de las tradicionales tortas, esto es, pan de forma redonda, panes con la forma de lo que se conoce como libretas. Era un pan doblado en dos, y su uso está documentado incluso en bodegones del siglo XIX.
Los bizcochos tuvieron una historia paralela y casi muda. En general encontramos referencias en el siglo XIX de las especialidades que hacían algunos conventos de monjas. Las concep-cionistas hacían empanadas; en el convento de Nuestra Señora de Guadalupe y en el de San Bernardo, gaznates, bizcochos y tostadas, y en el de Santa Teresa la Nueva, marquesotes de rosa. Las monjas queretanas de Santa Rosa de Viterbo, se destacaron por la elaboración de las puchas, pan en forma de rosca similar a las roscas de San Isidro, hecho de yemas, de masa un tanto seca y cubierta con un grueso glaseado de clara de huevo, que ahora es muy difícil de conseguir en las panaderías. Los huesitos de manteca, los mantecados y los polvorones pudieron ser otras especialidades conventuales.
"Polvorones", Larousse de la cocina mexicana, México, 2006. (Cortesía: Ediciones Larousse). |
Los bizcochos o "fruta de horno" iban de la mano con las llamadas "frutas de sartén", representadas sobre todo por los buñuelos, tanto de viento como de rodilla y paloteados, así como los de jeringa, que conocemos hoy como churros. De la misma familia son las hojuelas, hojarascas y pestiños. Una ojeada al contenido de un recetario de 1791, nos permite ver qué tan populares eran: buñuelos de leche, de manjar blanco, dormilones, de almidón, corrientes, rellenos, estirados, de queso, hojaldrados, de España, ordinarios, de rábano, de viento, de bizcocho duro, además de unas hojuelas para chocolate que se cuecen en comal. Si consideramos que el pan a que nos referiremos es aquel hecho de harina de diversos cereales, pero especialmente trigo, y que lleva en su elaboración levadura, diremos que muchas veces las frutas de horno se leudan en México un poco al ponerles agua con cáscara de tomate o con tequesquite.
Como ocurrió con la dulcería, es posible que las mujeres nativas al servicio de las monjas aprendieran a hacer panes en los conventos, y que luego los elaboraran en su casa para la venta. Los más finos se venderían en los propios domicilios o incluso en locales hechos para este fin; en los mercados se vendían otros. Desde muy pronto hubo bizcocherías, pues Cervantes de Salazar escribe en sus Diálogos (1554), que en una de las calles que atravesaba Tacuba se ubicaban diversos artesanos, entre ellos panaderos y bizcocheros.
Documentos del siglo XVII, como la lista de adquisiciones para recibir a los virreyes, mencionan bizcochos. Para la recepción del virrey conde de Moctezuma en 1696, por ejemplo, se adquirieron entre otras cosas, diez pesos de pan por día, diez pesos de pan de la plaza por día y cuatro reales de cemitas por 36 días. Entre las frutas de horno había 20 arrobas de bizcochue-los, 30 arrobas de suspiros y bigoteras y mamones para el agua fría [sic]. Muchos de estos bizcochos debieron tomarse con chocolate, pues se mandaron hacer 48 arrobas de cacao para convertirlas en bebida.
El investigador Jorge González Angulo menciona en Artesanado y ciudad de México a fines del siglo XVIII que en las bizcocherías podía haber "uno o ningún empleado dedicados a la fabricación de bizcochos, confites, cajetas, obleas, pasteles, soletas y demás dulces que consumía la población de la ciudad." Por esa época, en la descripción que hace el padre Juan de Viera del mercado de la Ciudad de México, aparecen montañas de bizcochos, bizcotelas y mamones: "Asimismo en toda la circunferencia de la Plaza, hai puestos de pan de todas calidades, a más de los innumerables puestos y caxones que repartidos por toda la ciudad están en las plazuelas y calles, de cuio abasto se dará razón en su lugar, sin el panbazo y semitas que gastan los más necesitados, que de esto hai una calle entera formada de canastos" (Breve compendiosa narración de la Ciudad de México, pág. 38).
El reglamento del Mercado del Volador precisa que en los cajones cerrados del los números 25 al 48, "se pondrán dulces, fruta pasada y seca, vizcochos [sic], semillas, huevos, chile y otros géneros de esa naturaleza." En varias recetas del siglo XVIII se incluye el mamón para elaborar los antes; este pan y el marque-sote, hechos de yemas, eran muy necesarios en la cocina de esa época. Los marquesotes seguramente se adquirían en las bizcocherías o con los especialistas en hacerlos, pues Luis González Obregón refiere en Las calles de México que entre las que estaban dedicadas a los artesanos había la de los Marquesotes, y también, por cierto, un callejón de la Bizcochera.
Cafés y bizcochos
Desde finales del siglo XVIII encontramos mención a otras variedades de pan, que solían venderse en los cafés, establecimientos que pusieron de moda los italianos, que fueron los primeros en fundar algunos. Se dice que en uno de ellos, ubicado en la calle de Tacuba, se habría iniciado el invitar a los transeúntes a la voz de "¡Entren a tomar café con leche y mollete con mantequilla al estilo francés!". En una foto de Antioco Cruces y Luis Campa, de la serie de tipos populares de la Ciudad de México, se ven rosquillas trenzadas. En El cocinero mexicano, de 1831, hay una receta de estos molletes de leche; en las ediciones que aparecieron años después con el título de Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario, encontramos, además, este ilustrativo párrafo: "Por supuesto que aquí no se habla del pan común, que con el nombre de mollete por su forma particular, se fabrica en las panaderías para surtir a los cafés; ése abunda en todas partes y se puede comprar a la hora que se quiera. En éste y los dos artículos que siguen se trata del mollete fino, que es un bodigo de pan redondo y pequeño, blanco o amarillo, según los ingredientes que se mezclan en la masa, sabroso y de regalo, digno por lo mismo de presentarse en una mesa decente."
Esta separación entre lo popular y lo que es digno de una mesa, se expresa también en la definición de bizcocho: "Cuando se trata de una mesa bien servida, se entiende por bizcochos una clase de masas o de pastas delicadas y sabrosas, del resorte del repostero y no del bizcochero, que se ocupa de otra especie de bizcochos más o menos comunes, que se emplean en otros usos y nunca tienen parte en los distintos servicios de una mesa."
Vale la pena mencionar que entre estas recetas aparece una de bizcochos de maíz cacahuatzintle (los hay en casi todos los recetarios del XIX, con sus variantes) y otra de bizcochos de pulque, lo que muestra la integración de los ingredientes mexicanos a recetas que originalmente fueron españolas. Hay también ahí bizcochos en cajitas. Esta manera de cocer en recipientes de papel se conserva en unos panes dulces del Estado de México, ya en la colindancia con Guerrero, que se llaman así, cajitas; cierran los extremos con una especie de palillo delgado hecho de popote, que es una especie de pasto, y contienen harina de trigo y de maíz.
Aparecen en este mismo recetario las puchas de Huaman-tla. Recordemos que hoy esta ciudad no sólo tiene buen pan de dulce, sino que además es famosa por sus muéganos hechos de harina de trigo y miel de piloncillo en el centro; a diferencia de los del Distrito Federal, que se fríen, éstos se hornean. Otra receta de panecillos dulces que aparece en este libro es la de bizcotelas. Se especifica que se llaman así también "las soletas, y todos los bizcochitos ligeros con que suelen acompañarse los helados." Hoy encontramos en muchas panaderías soletas pegadas aun en la hoja de papel en que se hornearon; con el nombre de bizcotelas se venden en las panaderías de Mérida, donde algunos panes conservan sus nombres antiguos. Y desde la Colonia aparecen en los recetarios los cubiletes.
Estos ejemplos nos permiten afirmar que los bizcochos finos debieron hacerse en conventos y en las casas de españoles, a principios de la Colonia. Algunas mujeres españolas de menores recursos pudieron haber establecido sus propios negocios caseros; los bizcocheros también los habrán elaborado. Las recetas se habrán difundido y popularizado, y seguramente las mismas indias los debieron hacer; finalmente, se vendieron en los mercados. Los más finos llevaron más huevo y seguramente almendras, avellanas y otros ingredientes costosos.
En El cocinero mexicano de 1831 escribe su autor que si hasta hace poco había poca variedad de bizcochos para tomar el chocolate, "y las niñas se daban por bien servidas con 'un bizcocho de a cinco' que recibían de manos de su padrino, ahora no había café o fonda donde no se encuentren algunas masas bien sabrosas... Ni calle donde no haya bizcochería bien surtida de todo sobre servilletas muy limpias o en nichos de cristales."
En general tenemos poca información acerca de este tema, porque a diferencia del pan de sal, los bizcochos no pertenecían a lo que hoy llamamos la "canasta básica"; no eran de primera necesidad, como sí lo eran las tortillas o el pan; se trataba de un artículo, para usar un término de entonces, "de regalo". No había más que una escasa legislación en torno a ellos. Para documentarlos nos quedan los recetarios y algunas ordenanzas aisladas en donde se previene que quien panadee no deberá hacer bizcochos y viceversa. Esto nos muestra además que en la Colonia, y hasta mediados del XIX incluso, las panaderías no vendían como hoy pan de dulce y pan de sal.
Que en 1878 ya había esta venta de bizcochos en panaderías, lo demuestra el párrafo que citamos antes del Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario, pues se refiere al pan que se fabricaba en las panaderías para surtir a los cafés; es importante recalcar que si la edición más popularizada de este libro -porque se han hecho varias ediciones facsimilares- es de 1888, la primera que conocemos apareció con el nombre de Nuevo cocinero americano en forma de diccionario justamente en 1878.
De la variedad de panes que debió haber ya en 1899, y de que cada pan debió tener su propio nombre, sirve de testimonio esta cita de Ángel de Campo, Micrós:
¡El pan nuestro, nuestro pan! Al escribir para ganarlo, me he puesto a pensar en el saber exótico que tendrán nuestros frutos de horno en el extranjero. Porque una pieza de pan es el reflejo de la patria...
Obtendremos premio porque dudo que exista país capaz de competir con nosotros en materia, no sólo de pan blanco sino también de bizcochos. Un estadista afirma que poseemos dos mil variedades, sin contar con las múltiples clases de tortillas, gordas, totopos, chalupas, peneques y tostadas. Porque bautizamos a un pan como si se tratara de un animal doméstico o de una epidemia.
Las "monjas" nos hablan de los enclaustrados, el "pan de muerto" de los cuidados de la familia, el "pan de burro" de la regeneración de la raza indíge-na; el "mamón" de las antiguas prerrogativas del clero; el "polvorón" de las revoluciones; los "de a doce" de resabios aristocráticos; el "chimisclán" de los internados de colegio; la "rosca" y sus diminutivos de la frugalidad de nuestra clase media, y el "pambazo", ese pan en paños menores, de nuestra plebe.
Regresemos un poco al pan de sal o pan blanco. Además del pan tipo español al que nos hemos referido, llegó a México el llamado "pan francés". Recordemos que la influencia francesa se hizo presente en España en el siglo XVIII, con la presencia de la familia de Borbón en el trono. Este pan francés tenía la corteza crocante y gustó mucho desde el primer momento. A la fecha los maestros panaderos engloban con el nombre de pan francés a los bolillos, teleras y baguetes. En el recetario de doña Dominga de Guzmán, de 1750, se pide en algunas recetas que lleven rebanadas de pan francés; en otros casos sólo se menciona pan blanco. Documentos oficiales de esa época también mencionan el pan francés.
"Bolillo", Larousse de la cocina mexicana, México, 2006. (Cortesía: Ediciones Larousse). |
En una visita de inspección de 1871, entre los panes que se encontraron en distintas panaderías aparecen el birote, pan blanco, amantecado, pambazo, juil, peluca, bollo, rosca, tahona y liza. Continuaba la tradición del pan floreado, pues en una panadería de la calle de La Joya se vendían las tortas de 22 y 24 onzas de peso a un real las nueve tortas. Las teleras que vendía la panadería San Dimas costaban un real por las 22 onzas; los bolillos que había en la panadería de la calle de San Felipe Neri valían, de acuerdo con el inspector, "tres bolillos grandes que cada uno con un chico dicen que dan por medio real". En este mismo documento se menciona que junto al pan blanco había bizcochos; sin embargo no se da un solo nombre.
Manuel Payno, cronista cuidadoso y agudo del México de su tiempo, se refiere en la novela Los bandidos de Río Frío a una panadería que mencionan otros de sus contemporáneos, la de Ambriz, que debió ser muy conocida y sobre la que volveremos. El número de panaderías fue relativamente constante; había 52 en 1770, 64 hacia 1850, y 44 en 1864.
Al asentarse en México algunos pasteleros tanto italianos como franceses, especialidades que eran de pastelería, como los condes y las orejas, pasaron a las bizcocherías, como había ocurrido antes con la panadería de convento. Algunas especialidades surgieron incluso en México. Los garibaldis, por ejemplo, fueron creación del primer dueño de la pastelería El Globo, el señor Tronconi. Se trata de un pan qué pasado después en una mermelada ligera hecha de chabacano y cubierto con gragea; la clave es, además de una buena masa, una mermelada que sea realmente de chabacano. Deben su nombre al héroe italiano Giuseppe Garibaldi, que simpatizó con el liberalismo mexicano, y del que el señor Tronconi seguramente era admirador.
Explosión de panes y panaderías
La Revolución trajo al país aires democratizadores. La pana dería no fue la excepción; muy pronto las especialidades pasaron a las panaderías, que expendieron tanto pan blanco como de dulce. Se colocaban en cajones que solían estar contra la pared, o en mostradores cubiertos con vidrios. El cliente debía pedirlos al dependiente, que debía tener amplios conocimientos acerca de los nombres de los panes y cierto sentido del humor, pues muchas veces las jovencitas que llegaban a la panadería jugaban con los dependientes, algunos de ellos de corta edad y recién desembarcados, pues provenían de algún pueblo de España (muchas panaderías han sido, por tradición, negocio de españoles). Es clásico aquello de "dame dos trenzas, tres alamares, dos calzones; no mejor quítame los calzones y dame dos besos", lo que provocaba el intenso rubor del que despachaba.
En un párrafo del libro El nicho iluminado, Carlos González Peña dedica un capítulo, "De las pechugas a las chilindrinas" (1935), a una de las bizcocherías de México, "famosa entre las famosas". Se trata de la de Ambriz, que ya hemos mencionado; se ubicaba en la esquina de Tacuba y Alcaicería. De sus hornos salían las delicias que se esparcían en "bandejas, alcatraces y canastas, por todos los ámbitos de la capital."
Nombra primero a los "bizcochos de huevo que morenillos o amarillentos por fuera, sin excepción lucen, en la entraña esponjosa, el vivo color de la yema". Llevaban muchas veces azúcar espolvoreada o en grano a manera de adorno. Pertenecen a esta familia "chilindrinas, pechugas, pelucas, trompones, gallinas, camelias, zapotes, payasos, grajeados, picones, carmelas, volcanes, tortugas, conchas, niños, besos, panqués y magdalenas. También bocados, palitos, entrenzados, novias, galletas, elotes, chivos, canillas y batidas, sin faltar quesadillas, limas, lupes, juncos y mamones. Y aquí se refiere, por cierto a que el mamón debe su nombre a la manera en que absorbía el chocolate al sopearlo.
Otro grupo que menciona González Peña es el de los bizcochos de azúcar, que también llama "pan fino o apastelado". Ahí incluye gachupines, chamacos, campechanas, huaraches, nopales, empanadas y semitas. De éstas dice que llevaban piloncillo; otros panes cercanos a la familia de los bizcochos son los cocoles "de forma romboidal y con su correspondiente ajonjolí."
No faltan los bizcochos de manteca: rosquitas, huesitos, alamares, rejas, hojaldras, regañadas, corbatas, orejas y trenzas; se refiere además a los polvorones. Sigue "una familia austera y piadosa... el llamado 'pan blanco' o 'de agua', o 'floreado' porque se hacía de harina de flor... En materia de pan blanco hay españolas y bollos; pero también violines, estribos y cuernos." Finalmente aparece el "pan de mesa": birotes, o bolillos, juiles, pambazos y teleras. Asocia con los pambazos los chimisclanes.
Para los días de fiesta recuerda que para el 2 de noviembre se hace "pan de muerto", en forma de borregos y liras; para los bautizos, puchas y "rodeos" una clase de "minúsculas roscas blancas y de color de rosa". Remata con los "panales", los mar-quesotes y los "duros", que se le daban como alimento a los pájaros. Por estas fechas los escaparates de las panaderías suelen pintarse con figuras alusivas; en algunos casos se trata de interesantes expresiones de arte popular.
Si bien es cierto que por razones de tiempo y sobre todo económicas ha disminuido la variedad de panes y a veces el cuidado que se ponía en hacerlos, la panadería mexicana se conserva. Ocurre que hoy los maestros panaderos, que son los verdaderos protagonistas en la historia de la panadería, no son ya tan apreciados como antes, ni ganan lo mismo. Se les paga por el número de piezas que elaboran, y esto trae como consecuencia que se dediquen a hacer las más sencillas. No ocurre así cuando el dueño aprecia el trabajo panadero y sabe que su éxito depende de un buen maestro, o en los numerosos casos en que los pequeños amasijos de las poblaciones tiene como dueño al propio panadero que, con amor, hoy como ayer elabora su pan. Hemos perdido el conocimiento de los nombres porque hoy las panaderías tienen autoservicio, pero esto tendría una solución fácil si los dueños de estos establecimientos colocaran el nombre del pan en los anaqueles, como se hace en algunos casos.
Hornos y mesas para amasar
Los panes surgen en locales llamados amasijos. Pueden ser 1 de los más diversos tamaños, con mayor o menor ilumina-I ción, pero siempre cuentan con una mesa de amasar de buena madera, de las que no contagian con su olor al pan (las más modernas son de acero inoxidable). Si la panadería es muy tradicional, ahí habrá una artesa o batea, también de madera, en la que se deja reposar la masa hasta que adquiera el volumen necesario; ahí se colocará también la "masa madre", que es la que servirá para fermentar o preparar la masa nueva.
Antes, todo el proceso de amasado se hacía a mano; hoy es común encontrar alguna batidora eléctrica con la que se hace parte del trabajo. El maestro panadero puede formar a mano las porciones que va a requerir para hacer su pan, pero es usual ahora que haya moldes o cortadores que hacen porciones uniformes, de manera más rápida. Con las manos formará cada pieza. Si son conchas, el capote o masa dulce que las cubre se grabará con un sello; también puede rayarse para formar el dibujo de una concha marina, que le da su nombre.
También hay moldes y cortadores para hacer galletas, puerquitos, caballitos y otras figuras. Las latas de sardina pueden servir para hacer panqués; estos también se hornean en los tradicionales moldes de papel o en cuadros de papel de estraza, como en el caso de los llamados "panqués de chinos". Para hacer bolillos o picones y baguetes se requiere una navaja de sajar. Con ella se dará el corte en la masa cruda; al crecer el pan con el calor, el corte se abrirá y formará el adorno del pan; en el caso del bolillo este adorno es además una corteza crujiente. También requerirá de palotes de distintos gruesos, de acuerdo con los panes que elabore. Puede encontrarse también una pesadora.
En el amasijo suele estar el horno o la boca del horno. El horno tradicional es el de bóveda o calabacero, con piso de solera colocada sobre capas de distintos materiales que permiten la distribución uniforme del calor; se alimenta con leña o gas. Algunos panes van directamente al piso del horno, pero en general se colocan en charolas o latas; estas latas a veces se hacen con las mismas láminas que forman los botes tradicionales de manteca o aceite. Para meter al horno estas latas se usa una pala de madera de mango largo. Una vez que sale el pan cocido, las latas se colocan en una estantería. Si el pan se va a repartir, se acomoda con gusto en los cestos; algunos de éstos, que tienen en el centro un hueco para ponerse sobre la cabeza, se conocen como alcatraces.
Adornos de masa y azúcar
El pan blanco suele hacerse con harina, levadura, agua, sal y manteca o grasa vegetal. Un buen maestro panadero sabe I qué cantidad de agua y sal debe llevar una masa, al apretar entre sus manos la harina; así reconoce su grado de humedad. El pan de dulce lleva harina, levadura o polvo de hornear, y de acuerdo con el pan, azúcar, sal, huevos, manteca o grasa vegetal. Para dar sabor a panes que tradicionalmente lo requieren, se usa semilla de anís, canela en rama molida, vainilla o chocolate. Algunos panes llevan piloncillo rallado o en troci-tos mezclado con la masa. Para adornarlos se usa azúcar granulada, en granos gruesos, o pulverizada (glass); también gragea blanca o de colores, y esa mezcla de azúcar y agua llamada fon-dant; puede usarse también piloncillo espolvoreado. Otros decorados se logran con viruta de chocolate, coco o ajonjolí. El cocol más sencillo, y la sema, se caracterizan porque van polveados con la misma harina. Panes como la rosca de reyes o algunos de los llamados de fiesta llevan pedacitos de jalea de distintas frutas o frutas cristalizadas. La mermelada y la crema pastelera sirven de adorno y le dan al pan un sabor adicional.
Con estos sencillos elementos se hacen milagros en una panadería. Como en otras ramas del arte popular, la belleza surge de lugares modestos; la clave es el amor que pone en cada creación el artesano; en este caso, el maestro panadero.
Las especialidades
Además de este tipo de panes, numerosas poblaciones del país tienen sus propias especialidades. Recordemos por ejemplo los ladrillos de Aguascalientes, los coricos de Sonora y Si-naloa, las coyotas de Sonora, las semas de Durango y Coahui-la, los muéganos de Tehuacán, Puebla, y de Huamantla, Tlaxcala; los cocoles y el pan relleno de queso de Perote, Veracruz; el pan de yema de Oaxaca y las aguacatas de Michoacán, por sólo nombrar algunas.
Poblaciones panaderas Algunas poblaciones tiene como una de sus fuentes de trabajo principales la elaboración de pan. Así ocurre en Tingüindín, Michoacán; Acámbaro, Guana-juato; Chilapa, Guerrero, o San Juan Huactzingo y To-tolac, en Tlaxcala. Estas dos últimas poblaciones elaboran el llamado "pan de fiesta", que también se hace en varias poblaciones de los alrededores de Texcoco, en el Estado de México. En Real del Monte son famosos los cocoles y los puerquitos de piloncillo; la presencia de los ingleses en la explotación de las minas de plata dejó su huella en unas empanadas llamadas pastes (pastries), que tienen relleno de carne molida, poro y papa. Hacia la Huasteca pueden encontrarse los chichimbres, cuyo nombre original es gingerbread; corresponden a la zona petrolera, que alguna vez estuvo a cargo también de los ingleses. Los disquetes son una aportación de los cocineros chinos de los ferrocarriles. Los aprendieron a hacer en la frontera sur de Estados Unidos.
Panes de fiesta
Este pan surgió como especialidad para las fiestas patronales. Como se trasportaba en burro de una población a otra, también se le llamó "pan de burro". En épocas pasadas, para hacerlo se utilizaba pulque como levadura, lo que le daba un sabor característico. En general tiene forma redonda y va adornado con masa del mismo pan en forma de trenza o de festones distintos; a este adorno se le llama en algunos lugares "bordado".
En estas poblaciones toda la familia interviene. Unos acarrean el agua, otros la leña, otros encienden el horno, otros amasan, otros limpian las charolas, otros "bordan" el pan. Muchas veces se coloca en huacales hechos de vara y se cubre con hojas de alguna planta: plátano, zapote blanco, fresno. Con esto se impide que el pan se seque y además se le agrega el sabor que desprenden las propias hojas. Las familias se trasladan a veces a kilómetros de distancia de sus pueblos para vender el pan en las ferias. Un panadero de Totolac, por ejemplo, puede llegar a San Juan de los Lagos, en Jalisco, a Tijuana o a Coa-huila. A veces tardan hasta dos meses en regresar a sus casas. Llevan o construyen donde van su propio horno; trasladan o adquieren los ingredientes y a la vista de las personas hacen el pan, pues no se podría conservar fresco por tantas semanas.
Pan ceremonial: las ofrendas de muertos
Además del pan de fiesta, para los días de muertos en México, el pan tendrá un lugar I muy especial en la ofrenda. Para esas fechas en las panaderías de muchas poblaciones, sobre todo en el centro y sur del país, y en lugares donde es importante la presencia indígena (Mi-choacán, Estado de México, Guerrero, Puebla, Tlaxcala, Veracruz, Hidalgo, Distrito Federal, Chiapas, Oaxaca) se elaboran cientos de panes con las formas más variadas. Es en este tiempo cuando los hornos de bóveda caseros se encienden. Las madres, las abuelas y los abuelos y padres que son panaderos echan a volar la imaginación haciendo a veces las figuras más tradicionales: muertos, ánimas, hojaldras; pero también borregos, liras, corazones y ruedas muy decoradas; también surgen de sus manos pequeños juguetes de pan para los "muertos chiquitos": peces, caballitos, burros, galli-nitas, canastas, conejos, muñequitos que adornarán la ofrenda.
En lugares como Oaxaca, los panes pueden decorarse con cabecitas pintadas a mano y hechas con masa de harina y agua; en otras partes, como Hidalgo, los "muertos" a veces se decoran con unas especies de ramas de la misma masa. Son los muertos de palma y de doble palma. Además de la masa misma, sirven como adorno la gragea, y especialmente el azúcar pintada de rosa mexicano o de rojo. Este color tiene reminiscencias prehispánicas, pues para esas culturas, el rojo estaba vinculado con la muerte. Que algunas de estas formas se usaron desde entonces lo comprueban testimonios que hablan de panes en forma de muñecos hechos de masa de maíz; el conejo nos habla de la luna, y desde luego en la época prehispánica se hacían ofrendas para los muertos. De Europa llegaron también otras formas, como puede verse en algunos libros españoles de panadería, que se refieren a poblaciones que conservan costumbres tradicionales, si no para muertos, si para fiestas específicas como San Juan o Pascuas.
Cuelgas y ofrendas de cargo
Otros panes especiales son los que se incluyen en las "ofrendas de cargo". En una población como Ocumicho, Michoacán, se conserva la tradición de las mayordomías o cargos. Se trata de las personas que tendrán como obligación comunitaria organizar la fiesta patronal. En Ocumicho la más importante es la de San Pedro y San Pablo. Las "cargueras" llevan colocados en sus rebozos figuras de panes muy bellas, como muñecos y burros decorados con masa coloreada. Otros panes en forma de torta u ovalados, con cortes o cuajados, van claveteados con frutas como plátanos y mangos.
Los antiguos suchiles y cuelgas prehispáni-cos, elaborados con flores e incluso con chiles verdes y secos, si la ofrenda era para pedir lluvias o alimento, han agregado panes. Estas "cuelgas" de panes y frutas pueden verse en lugares como Guerrero, donde el 2 de mayo tiene lugar la subida al Cruzco. Se sacan grandes cruces de la iglesia y se decoran con guirnaldas de flores y panes muy bellos. En Michoacán se hacen estas "cuelgas" para recibir a los visitantes distinguidos.
El pan también está presente en las velaciones o peticiones de mano de muchas poblaciones. En Juchitán, Oaxaca, por ejemplo, días después de la pedida de mano, salen de las casas del novio y de la novia para entregar las invitaciones a la boda de quince a veinte mujeres vestidas con su traje regional. Las invitaciones consisten en dos bollos, un trozo de torta záa, un marquesote y dos chocolates envueltos en papel de china blanco, que elaboran las mujeres de la familia y las vecinas. Las entregan en un xicalpextle o jícara bellamente laqueada y adornada con banderitas de papel picado de colores, que se ensartan en el pan.
La rosca de reyes
La costumbre de hacerla tuvo origen en la Edad Media en Europa. Fue traída por los españoles y se arraigó primero en el centro de México; actualmente se ha difundido por todo el país. Quien se saca el niño que lleva adentro, se hace responsable de compartir tamales, nuestro pan de maíz, el 2 de febrero, día de la Candelaria.
Cristina Barros y Marco Buenrostro tienen la maestría en historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Son autores de la columna "Itacate", en el periódico La jornada. Son investigadores independientes. Marco Buenrostro es ingeniero civil por la Universidad Nacional Autónoma de México. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.