Los tribunales constitucionales y los división de poderes
En relación con el tema de la división de poderes, hay tres aspectos importantes que debemos abordar. En primer lugar, considero que la división de poderes no la podemos seguir entendiendo como lo hacía Montesquieu; ello por una pluralidad de razones. En primer lugar, porque no seguimos teniendo una división de clases sociales como la que presuponía Montesquieu en el capítulo relativo a la "Constitución de Inglaterra" de su tan conocido y citado Del espíritu de las leyes. No podemos, como imaginaba él, asignar cada una de las tres funciones al rey, a la aristocracia o al tercer estado, como se denominó posteriormente. Ahora, desde luego, tenemos una idea muy diferente de lo que él previó.
En segundo lugar, me parece que tampoco podemos seguir comprendiendo la división de poderes como el elemento central o único para garantizar la libertad, como también lo pensaba el propio Montesquieu, pues era un pensador "preconstitucional". Posteriormente a él aparecieron las constituciones y las ideas del constitucionalismo, de forma que la protección de la libertad no podía descansar exclusivamente en la división de poderes.
Sin embargo, y adicionalmente a este tema, hay otro de mucha mayor complejidad: si bien Montesquieu pensó y escribió sobre la división de poderes en términos de filosofía política, cuando este modelo general y racionalizado se incorporó a las constituciones, a mí entender perdió mucha de su fuerza original y terminó siendo un gran principio de “juridicidad”. A final de cuentas la división de poderes, plasmada en los textos constitucionales, iba a ser lo que las constituciones dijeran que era.
Si la Constitución establece que, en ciertos casos, el poder ejecutivo puede realizar determinadas funciones legislativas -como es el caso de la Constitución Mexicana-, una vez que se han suspendido las garantías individuales podrá realizar esa función sin incurrir con ello en algún problema de constitucionalidad. Si en otros casos la Constitución establece que los órganos jurisdiccionales pueden tener ciertas facultades legislativas en cuanto a la emisión de normas con un ámbito general de validez, como nosotros lo hacemos con los reglamentos y los acuerdos generales, ello también puede acontecer válidamente. Si en otros casos se establece que el Congreso tiene facultades jurisdiccionales.
Como es el caso de nuestro juicio político, ello también podrá suceder jurídicamente hablando.
De forma que, cuando uno de los criterios orientadores más serios del constitucionalismo se plasma en los textos constitucionales, termina por decirnos que los órganos pueden hacer aquello que las constituciones dicen que pueden hacer. Por supuesto, a partir de ahí se genera una enorme cantidad de problemas que cotidianamente tenemos que resolver, pero ésa es ya una cuestión distinta que aquí no vamos a analizar. Me parece que la función que hoy cumple el principio de división de poderes se da bajo el entendimiento de dogma o principio general, tal como sí se podía entender en una obra como Del espíritu de las leyes, particularmente en relación con la libertad que le es propia, dice Montesquieu, a los gobiernos republicanos.
Dicho lo anterior, hay un segundo tema que considero muy importante para analizar la división de poderes. Tradicionalmente, la división de poderes tenía la función de asignar distintas atribuciones de manera preponderante a determinados órganos del Estado, y después, por razones evidentemente prácticas, se permitía determinado tipo de combinaciones, pero siempre con un predominio en la asignación. Sin embargo, desde hace un buen número de años, los órganos del poder que ejercían las tres funciones identificadas han tenido que ceder espacios de la construcción normativa a otros órganos. Ello lo han hecho a partir de la construcción de racionalidades distintas a la puramente jurídica.
Considero que en nuestros países, aunque desde luego puede haber excepciones en ello, tuvimos un derecho administrativo de corte francés en los siglos XIX y buena parte del XX. Sin embargo, desde los años ochenta hemos vivido la experiencia de la incorporación del derecho administrativo norteamericano con la creación de agencias reguladoras. Estas agencias reguladoras han implicado un cambio central, a mi entender, respecto de lo que fue el modelo de construcción de los órganos de derecho administrativo establecidos-insisto- bajo una génesis o inspiración francesa.
¿Por qué me parece importante señalar esto en el contexto de discusión de la división de poderes? Porque han aparecido lo que podríamos denominar "racionalidades diferenciadas". Así, por ejemplo, cada banco central se extrae de la decisión política, pero no sólo eso. Genera una racionalidad económica específica, es decir, en la forma en que se constituyen sus órganos directivos, junta de gobierno, directorio o como en cada uno de los países se llame al correspondiente órgano, o por el modo como culturalmente se evalúan sus decisiones; esto es, en razón de la satisfacción de ciertos criterios económicos. Simultáneamente, se crea una comisión de competencia económica en la que sus integrantes tienen una mezcla entre conocimientos jurídicos y conocimientos económicos; una comisión de energía, con una composición entre ingenieros y abogados, y así sucesivamente.
De esta forma, nos encontramos en una condición en la que no estamos produciendo estrictamente conocimiento a través de normas jurídicas, en un sentido “jurídico” tradicional, sino que se están produciendo normas jurídicas con un fuerte contenido material diferenciado al derecho, pero que al adquirir forma jurídica generan una serie de distinciones en lo que había sido nuestra aproximación tradicional al mismo derecho.
Consecuentemente, considero que la división de poderes como idea rectora del constitucionalismo, es decir, como conjunto de ideas particularizadas y también rectoras, que van orientando a través de la discriminación de acontecimientos históricos, doctrinas políticas, resoluciones judiciales, prácticas constitucionales y textos normativos, la manera como debieran ser las constituciones particulares, sus sentidos y alcances. Ahí, sin duda, la división de poderes tiene un papel central y de enorme importancia. No obstante, cuando esos “principios”o “ideas rectoras” se positivizan, pierden y terminan modulándose en los términos en los que se vayan diferenciando o estableciendo las competencias de los diversos órganos estatales.
Por otro lado, también debo mencionar, por las ideas que comentaré más adelante, que la propia división de poderes está hoy en día afectada por diversas racionalidades. En mi opinión, nos tenemos que acercar a la división de poderes a partir de una idea diversa. La división de poderes opera, hoy en día, en una sociedad que es plural no simplemente por la diferencia de creencias o por la diferencia, digamos, de posiciones que puedan estar validadas o respaldadas por diversos derechos fundamentales -que eso ya sería bastante-, sino en una sociedad plural también en el sentido en que hay un sinnúmero de intereses, aunque éstos no siempre se hacían explícitos, lo cual hacía suponer, como parte de una ideología jurídica y de una ideología política que generaba ciertas condiciones de gobernabilidad, que vivíamos bajo una sociedad homogénea.
Aquí se ha hablado de empresas con un enorme poder en su forma de actuación; inclusive, en la forma en que en algunos casos se da lo que los estadounidenses llaman “captura de los órganos reguladores”: la captura de los agentes productores de normas jurídicas, por vías lícitas o ilícitas (en caso de soborno y corrupción, como hemos presenciado en algunos momentos en algunos países del Latinoamérica). De esta forma, tendríamos que aceptar la existencia de esta división de poderes en unas condiciones que, por utilizar una etiqueta, simplemente voy a denominar de "pluralidad".
Identificadas estas diversas posiciones, debemos admitir que en cada una de ellas se trata de generar y plasmar demandas a través de diversos agentes normativos, y esto también me parece de una gran importancia para poder entender nuestra función en este momento.
¿A dónde quiero llegar? A que si tenemos actores variados en los sectores de energía, de telecomunicaciones, de competencia económica o en relación con personas infectadas de virus de la inmunodeficiencia humana (vih), por ejemplo, cada uno de ellos trata de llevar sus propias pretensiones a los órganos que están actuando en ese mundo general, al que voy a llamar por ahora "división de poderes", para que les den formalización jurídica, generen las normas jurídicas que están atendiendo a sus propios reclamos y, de esa forma, formalicen, en una posición importante, nada menos que en el orden jurídico, las reivindicaciones propias de muchos de ellos. Esto, entonces, nos lleva a una situación en la que tenemos una pluralidad normativa derivada de cada uno de los agentes que están actuando, de lo que resulta el orden jurídico con el que cada uno de nosotros nos estamos enfrentando.
Una vez que esas demandas se han formalizado, y toda vez que vivimos en una sociedad de recursos escasos o limitados que no alcanzan para satisfacer a la totalidad de la población, evidentemente surgen posiciones Contrarias en donde, si bien aparentemente se está combatiendo a la norma jurídica por una razón formal o por una razón sustantiva, lo que en el fondo se está combatiendo, y no podríamos dejar de ver esto, es la posición que ese determinado grupo logró al formalizar su demanda, su pretensión en una determinada ley, reglamento, resolución jurisdiccional, decisión administrativa o la posibilidad que cada cual tenga a su alcance en este sentido. Y aquí es donde me parece que se da la actuación actual, ya contextualizada, de la justicia constitucional de nuestro tiempo.
“De la justicia constitucional”. ¿Que es lo que solemos entender en nuestros días con esta expresión? Me voy a detener un momento en esta pregunta, para después retomar las conclusiones a las que acabo de llegar. Citando a veces a Enterría o a Zagrebelsky o a cualquiera de los autores importantes de nuestro tiempo, podemos entender a esa expresión como un garante de la Constitución, y de la Constitución en condiciones de supremacía.
Cuando hacemos esto, normalmente nos quedamos con la idea de que aquello que producimos son, otra vez, puras normas jurídicas por la vía de las sentencias y que, con ello, vamos formalizando el mundo. Adicionalmente, y todos lo entendemos así, lo que en realidad estamos haciendo es determinar las condiciones de operatividad del texto constitucional: estamos diciendo cómo debe ser entendido el texto constitucional. Por supuesto que esto tiene un primer tramo, donde operamos en un punto puramente normativo; pero si lo entendemos en su sentido completo, lo que estamos haciendo es abrir o cancelar diversas opciones, por usar esta expresión, del conjunto de los actores sociales que tenemos frente a nosotros.
Cuando nosotros definimos el derecho de expresión o el derecho a las creencias religiosas o a determinadas modalidades de culto, o cuando definimos un derecho a la privacidad, estamos reconstituyendo a la sociedad por vía de las normas jurídicas -y afortunadamente no por otras vías-, pero en realidad estamos incidiendo en la forma concreta: en la forma real, y no sólo en la normativa.
Por supuesto que estamos eligiendo unos valores respecto de otros; por supuesto que le estamos dando predominio a unas ciertas visiones del mundo –para usar, aunque traducida, la expresión alemana-; por supuesto que estamos discriminando ciertas formas de entendimiento y de comportamiento de la realidad para privilegiar otras. Me parece, entonces, que nuestra función en esta otra parte de la ecuación es, también, mucho más complicada.
Sin embargo, considero que la representación ordinaria -y estoy aquí hablando de una representación ordinaria que se tiene de la justicia constitucional- no se aviene bien a su forma de comportamiento real. Estimo que simplemente hemos actualizado la expresión de Montesquieu en el sentido de que nosotros somos “la boca que pronuncia la palabra de la ley”. La expresión actualizada de lo que hacemos parece poder decir que somos “la boca que pronuncia la palabra de la Constitución”, como si la Constitución estuviera dada, tuviera sus sentidos claros y nosotros, simple y sencillamente, lográramos extraerla de los textos.
Entiendo que ésta es una defensa importante de nuestra forma de operación y nuestras formas de vinculación con el resto del entramado político, y en eso debemos ser cuidadosos. Sin embargo, me parece que esa simple actualización de Montesquieu, un actor preconstitucional para una condición actual, tiene muchos inconvenientes.
Desde este punto de vista, decimos que hemos abandonado la idea de Kelsen en lo que él llamaba “legislador negativo”. Es decir, nosotros no declaramos simple y sencillamente la invalidez de las normas como en un ejercicio de contraste entre la inferior y la superior, y determinamos que aquella, por no ser adecuada a ésta, la vamos a expulsar del ordenamiento jurídico. Coincido también con quienes están en contra de seguir sosteniendo una idea de legislador negativo; pero me parece que debajo seguimos operando en muchas condiciones o seguimos suponiendo, o nos seguimos explicando nuestra actividad, como si fuéramos meros legisladores negativos.
¿Cuál es la contrapartida de esto? Decir que si no somos legisladores negativos, somos legisladores positivos. Sin embargo, el tema se vuelve extraordinariamente complejo y pantanoso. En primer lugar, no tenemos las herramientas para ser legisladores positivos. Si nos tomáramos en serio la actividad de legisladores positivos, y teniendo como función general la determinación de los sentidos de la Constitución, terminaríamos en la posición de ser un órgano constituyente. Si al final de cuentas legisláramos sobre la cuestión, nos asimilaríamos a ese órgano constitucional, en este caso.
Ahí aparece una paradoja, porque no aceptamos, probablemente por un recato, decir: “pues no somos legisladores negativos, porque no sólo expulsamos normas, sino que le damos sentido operativo a la Constitución”, pero tampoco aceptamos estar en una condición de legisladores positivos en su sentido integral, completo, porque eso nos llevaría al viejo problema que planteaba el profesor Bickel en los Estados Unidos, del “principio contra mayoritario” y la ilegitimidad de origen de nuestras funciones, en virtud de no tener tales atribuciones de carácter constituyente.
A mí me parece que, desde Kelsen, esta figura de legislador negativo nunca operó, y nunca tuvo una condición de ejercicio claro. ¿Por qué? Porque los tribunales constitucionales, en la medida en que interpretan la Constitución, y en la medida en que abrimos y cancelamos opciones, siempre hemos sido legisladores positivos.
Lo que me parece que Kelsen no vio, y que, sin embargo, estaba ahí presente -o al menos por su condición democrática expresada en Esencia y valor de la democracia no quiso ver-, es el problema central de que los tribunales, desde el momento en que están interpretando normas jurídicas y, particularmente, normas constitucionales, están generando una condición muy importante de reconstitución social, que es lo que a final de cuentas demandamos de la política en cualquier sociedad más o menos racionalizada.
Me parece que ahí es donde tenemos una primera tensión. Tenemos una representación, insisto, donde nos queremos seguir viendo como boca que pronuncia la palabra de la Constitución, cuando en realidad estamos actuando mucho más a fondo y estamos determinando funciones constitutivas o estamos realizando funciones constitutivas del orden jurídico, de la Constitución y, por ende, de la sociedad.
Aquí es donde quiero empezar a formular algunas de mis conclusiones. Por un lado, tenemos una división de poderes sumamente compleja que opera bajo diversas racionalidades, que tiene lógicas distintas, por el tipo de actores y que, a través de una diversidad de órganos, está procesando la pluralidad de demandas que está recibiendo.
Por otro lado, tenemos un tribunal constitucional que se representa a sí mismo como un legislador negativo o positivo, pero que normalmente tiene un discurso, a veces ideologizado, en el sentido de que no interviene más allá que la extracción de los sentidos de la propia Constitución. Sé que esto no es generalizado, y sé cuáles son los tribunales que tienen un discurso diferente a éste.
El problema que se me plantea, entonces, es el siguiente: ¿qué pasa cuando los órganos que están produciendo esa diversidad de normas vienen al Tribunal Constitucional, cualquiera que sea su denominación, para que éste juzgue las normas que ellos produjeron como consecuencia, insisto, de la pluralidad de demandas que se están planteando muy distintos actores sociales?
Por supuesto que podemos seguir diciendo: el discurso que nosotros manejamos es un discurso jurídico, absolutamente autónomo, absolutamente cerrado en sí mismo. Un discurso que se convalida a sí mismo, y eso se satisface operando exclusivamente con fórmulas jurídicas. Nos puede llegar una demanda sobre prácticamente cualquier cuestión, para que a partir de lo que se supone un discurso jurídico imaginado en condiciones de autonomía, resolvamos lo procedente respecto de la cuestión planteada.
Sin embargo, ¿cuál es la consecuencia de imaginar así la forma de abordar los problemas por el tribunal constitucional? Supongo que es extraordinariamente peligrosa, porque vamos a encontrarnos en un desencuentro no normativo, pero sí, en términos reales, por usar esta expresión y abreviar el tiempo, entre lo que se está produciendo en ese complejo modelo que he dado en llamar “división de poderes” y lo que vamos a resolver a partir de la suposición de que nuestro discurso jurídico es autosuficiente. Pienso que aquí hay un enorme problema con estas condiciones de operación de lo que he dado en llamar división de poderes.
¿Qué podemos hacer -y simplemente lo digo como un comentario, como una idea, ni siquiera una propuesta- para tratar de resolver el problema que he señalado? Me parece que una cosa es la autonomía del discurso jurídico que mantenemos en razón de nuestra educación, de la manera como se nos entrenó para ejercer la profesión de abogados: el conocimiento del orden jurídico positivo, algo de derecho comparado, algo de filosofía política o filosofía jurídica, y poco más.
No obstante, al lado de estos contenidos puramente profesionales, cabe preguntarnos lo siguiente: ¿cuáles son los fenómenos que acontecen en la economía, cuáles en la medicina y cuáles en la ingeniería? Ése, en principio, es un asunto de economistas, médicos o ingenieros, de los cuales nosotros poco tendríamos que ocuparnos. Aun así, esos contenidos cognoscitivos y muchos otros que en su momento podríamos imaginar tienen cabida de diversas maneras en la forma en la que los tribunales constitucionales argumentamos y construimos nuestras resoluciones.
En nada se afecta a la racionalidad jurídica, que es una cosa distinta al discurso jurídico, al momento de incorporar a ella el contenido de otras racionalidades, que provienen de otras ramas del conocimiento o de otro tipo de actividades humanas. Éste es un tema importante, sobre el cual quiero detenerme unos minutos.
Hay sentencias dictadas por los tribunales de diversos países, principalmente en Estados Unidos y en Europa, en las cuales se allegan de la información necesaria para, dentro de un discurso jurídico sostenido en una sólida racionalidad también jurídica, incorporar los conocimientos de otras ciencias, otras técnicas y de racionalidades diversas a la jurídica. Así, al procesar la racionalidad jurídica, se dialoga en condiciones más adecuadas con los órganos que están integrados en lo que denominamos la división de poderes, insisto, como expresión genérica de la pluralidad que está produciendo este tipo de contenidos y dándoles forma jurídica.
Tal vez ésta es la única solución que podemos tener para tratar, simultáneamente, de mantenernos como tribunal constitucional, ser intérpretes finales de la Constitución y estar incorporados en un mundo donde una pluralidad de órganos está produciendo una pluralidad de normas como consecuencia de una pluralidad de demandas de diversos actores sociales.
Me parece que de no entender la función constitutiva del tribunal constitucional en la forma como se enfrenta a la sociedad, y simple y sencillamente pensamos que podemos mantener la autonomía del discurso jurídico, estaríamos en una condición en la que no vamos a encajar con todo el conocimiento material y procesamiento social que se está formulando en instancias diversas, y consecuentemente a través de nuestras decisiones podemos afectar lo que metafóricamente he denominado el “mundo real”.
Si, por ejemplo, definimos mal un tema que tiene que ver con el sida, con la competencia económica, con las telecomunicaciones, con las energías o con cualquier otro elemento material o técnico, estaremos hablando de dos mundos completamente diferenciados. El hecho de que, finalmente, ambos mundos terminen unificándose en uno solo a través de la formalización normativa que habrá de realizarse por vía de la correspondiente sentencia, en modo alguno evita la diferenciación entre el mundo formalizado del derecho y los enormes sustantivos que mediante éste pudieran acogerse.
Si únicamente, y a la Montesquieu, aceptamos ser bocas que pronuncian la palabra de la Constitución, nuestra actuación se habría dado en términos de jerarquía normativa y de un discurso que se supone autosuficiente, pero no estaríamos incidiendo en las condiciones reales que se nos están presentando para su resolución.
Un antiguo y querido jefe me decía hace algunos años: por qué si nosotros tenemos o participamos de un “negocio” en el cual, al menos, 50 por ciento de nuestra “clientela” se va insatisfecha, toda vez que de las dos partes una gana, una pierde y a veces las dos pierden, ¿cómo legitimamos nuestro ejercicio cotidiano?
Hay un análisis -no conozco otros, quizá existan y sean mejores, pero yo conozco uno que hizo el profesor Tyler con la Universidad de Chicago, hace ya algunos años- en el que se trata de resolver la siguiente pregunta: ¿por qué las personas obedecen el derecho? La respuesta que él da tiene que ver con las condiciones en las que se produce la argumentación. Se dice que si en las sentencias se recogen la totalidad de los argumentos, la totalidad de las consideraciones, la totalidad de las cadenas argumentales -como se dice ahora-, que llevan a entender los pormenores del sentido final de la resolución, entonces si alguien pierde la casa o la libertad, o en algunos sistemas, afortunadamente cada vez menos, la vida, tendría que entender el conjunto de razones objetivadas que lo llevan a perder el bien que estuvo en litigio.
En este momento, nosotros tenemos una “división de poderes” sumamente compleja, sumamente diversificada y, en algunas ocasiones, muy sofisticada, como pueden ser las acciones de bancos centrales o de órganos reguladores o, inclusive, órganos que están tratando de resolver una pluralidad política y social a través de diversas corrientes. A mi entender, la única manera de lograr la legitimidad de los tribunales en las condiciones apuntadas, como un valor muy importante de estabilidad del orden jurídico por las funciones que cumplimos, es a través de las formas de argumentación utilizadas.
Dentro de ese modo de hacer necesario, la manera más inteligente de actuar es a través de la incorporación, en la cadena argumental de la resolución, de los elementos materiales necesarios para lograr una correcta incidencia en el ámbito “real” en el cual la sentencia deba recaer. Esta forma de actuación nos lleva a entender que somos órganos que constituyen derecho, pero órganos que también constituyen realidad, y que tenemos que allegarnos de este conjunto de elementos que se están produciendo en la división de poderes -otra vez como expresión genérica, no técnica- para efecto de incorporarlos a la racionalidad jurídica y desde ahí, insisto, producir resoluciones que tengan un alto grado de aceptación en términos de lo que anteriormente mencioné.