Pensamos según lo que comemos

Estudiosos del fenómeno alimentario han propuesto que los hábitos de la comida son los que se conservan por más tiempo en las culturas. Baste, como ejemplo, la evidencia iconográfica de la elaboración y consumo de tortillas desde hace alrededor de 800 años antes de nuestra era.

En las prácticas alimentarias la tradición y la innovación van juntas, el presente y el pasado se mezclan, con su alto grado de ritualización y su poderosa inversión afectiva; esas cosas de la vida reclaman tanta inteligencia, imaginación y memoria como las actividades tradicional-mente consideradas superiores...
Michel De Certeau

Este texto de De Certeau (1996) describe y coincide con lo que ha sido nuestra propuesta para realizar investigaciones teóricas y de campo en torno a ciertas prácticas alimentarias que subsisten en nuestro país.

Además de lo dicho por el filósofo, consideramos que estas prácticas son de enorme importancia para la cohesión y reproducción social, material y espiritual de los grupos, como parte que son de los ciclos de vida de los individuos, integrados a la religión y al trabajo, y que tienen que ver con la posición del sujeto en su comunidad, con sus recuerdos, sus experiencias corporales y sus gustos.

Desde una perspectiva antropológica más amplia, la alimentación es y ha sido parte integral de la cultura humana, siempre ligada a la expansión permanente y a la supervivencia de la especie. El éxito del ser humano fue saber manejar los recursos naturales al intervenir creativamente en la naturaleza para obtener los nutrimentos aprovechables en su beneficio al tiempo que intercambiaba experiencias, materiales e ideas con grupos semejantes. Otros organismos dependen muy directamente de lo que su entorno natural les ofrece, y cuando éste se transforma por eventos naturales, catástrofes o cambios climáticos, la especie desaparece, pues no tiene como el humano la capacidad creativa para resolver estas restricciones o crisis. En la historia natural del mundo en que vivimos se encuentran muchos ejemplos de extinciones masivas.

Se piensa que los homínidos antecesores del Homo sapiens evolucionaron hacia formas más eficaces porque fueron capaces de cocinar los alimentos para volverlos más digeribles. Dicen los que saben que simplemente al cocinar un alimento éste incrementa un 25 por ciento su capacidad nutricional. Antes de emprender este proceso de cocción, los antecesores del hombre gastaban horas y horas para alimentarse consumiendo raíces, frutos silvestres y la carne cruda de los animales; también tardaban horas y horas para digerirla. Con la intervención de la cocción -asando o cociendo el alimento- se redujo el tiempo de ingestión y se mejoró la calidad de la digestión. Por información de grupos étnicos actuales sabemos que hay varias maneras de cocer los alimentos sin que necesariamente se empleen ollas de cerámica o de metal fabricadas para esos fines. Es posible cocinar al vapor en hornos excavados en la tierra, donde se hace fuego sobre piedras calientes y sobre una cama de ramas y hojas se colocan los alimentos a cocer. Se cubre todo con hojas y se pone tierra encima. Otra manera de cocer al vapor es utilizando las vísceras (estómago o intestinos) de los propios animales como recipientes, amarradas a alguna estructura de madera encima del fuego, aunque no directamente; así se cuece también al vapor. Paralelamente a esos procesos, con seguridad se amplió la dieta y mejoró la vida de los ancestros al liberar el tiempo para pensar y realizar proyectos.

La comida es resultado de la actividad de los homínidos en sociedad desde hace cuando menos 1.5 millones de años; es un producto histórico-cultural que revitalizó y afectó desde entonces a los individuos y a sus grupos, al tiempo que la historia y la cultura fueron afectadas y revitalizadas por ellos.

...El homínido, al realizar la primera actividad culinaria, aplicó el calor producido en una reacción química, esto es, la combustión de la leña, y así activó otras reacciones químicas, a saber, las que determinan en la práctica culinaria la transformación de una forma de alimento en otra. De este modo, el homínido realizó el primer ejemplo de transformación conducida artificialmente del nivel molecular; puede pues decirse que la cocina del homínido inició y marcó la ruta de toda la actividad artificial del hombre, superpuesta a la mecánica, durante decenas de miles de años y hasta casi nuestros días (Cordón, 1981).

El humano, a más de poseer la ventaja de ser omnívoro, o que a partir de esa capacidad creativa se volvió omnívoro, ha sabido allegarse y elaborar, en su caso, comida que reúna el aporte nutricional indispensable para su desarrollo. Pero algo que reviste quizá la mayor importancia es que el ser humano -única especie que lo hace- le otorga un simbolismo, un significado a lo que ingiere, lo cual es igualmente indispensable para la supervivencia y expansión del grupo y se traduce en valores, mitos, tabúes, gustos. Como resultado del proceso biológico y simbólico, en el tiempo y en su espacio surge el sentido de pertenencia e identidad de quienes consumen el alimento juntos.

Tradicionalmente, el desarrollo cultural de los pueblos se ha identificado en primera instancia por la producción de alimentos; así entonces se les denomina cazadores, recolectores, pastores, pescadores, agricultores. Los agricultores fueron los únicos que pudieron alcanzar, en la historia antigua y hasta la sociedad industrial, el nivel que conocemos como civilizado, ya que la producción de los alimentos quedaba en manos de un sector del conjunto -los campesinos- mientras que el resto de la población podía dedicarse a realizar otras actividades creativas y de organización grupal manifiestas en la planeación de centros urbanos densamente poblados, en la arquitectura y el arte asociado a ellos, en la religión y en la política, inseparables en tiempos antiguos. Estos centros urbanos son la representación concreta de sociedades jerárquicas altamente complejas, con instituciones especializadas en el control social, político y religioso. En correspondencia, en ellas se desarrolló lo que conocemos como "alta cocina". Ni los pastores ni los pescadores, por muy especializados que fueran, lo lograron.

Las acciones emocionales, intelectuales y físicas que están alrededor de la comida, antes y después de ella, forman parte de la cultura de una sociedad dada, y como tales, de acuerdo con Morin (1994), representan una memoria transmitida de generación en generación, donde se encuentran conservadas y reproducibles todas las adquisiciones que mantienen la complejidad y la originalidad de la sociedad humana. Es un mecanismo generador de autoorganización en el sistema en el que se desarrolla el grupo humano. La cultura, y dentro de ella la alimentación, forma parte de la respuesta frente a los mecanismos desestructurantes a los que está sujeto cualquier sistema vivo, abierto y alejado del equilibrio, en su espacio y en su tiempo.

Un gran potencial de análisis social está implícito en el fenómeno alimentario de cada pueblo, comunidad o nación, antigua o moderna. A partir del acercamiento profesional a lo que come un grupo cotidianamente, o en las celebraciones religiosas o familiares, es posible dar cuenta de su historia, de la desigualdad social, de sus costumbres, tradiciones, rituales y protocolos, de sus símbolos, de su manera de pensar y de ver el mundo. Además, en la preparación de los alimentos se patentiza la creatividad, la emoción, las preferencias que, en conjunto con los antes mencionados, son elementos culturales decisivos en la creación y reforzamiento de la identidad de los individuos.

Nos interesa comprender la cultura alimentaria de México, de aquí y de ahora, que es resultado de una larga tradición que se ha conservado principalmente en las zonas rurales e indígenas, en ocasiones por su alejamiento de los centros productivos o por una voluntad comunitaria que se niega a incorporarse plenamente a la modernidad que invade todos los espacios de la vida social.

Primeramente debemos hacer conciencia, como protagonistas y al mismo tiempo observadores, de la presencia del pasado prehispánico en las maneras de cocinar, consumir y compartir los alimentos en nuestra sociedad urbana, en la campesina y en los grupos de migrantes que viven fuera de nuestras fronteras. La gente de las diversas regiones del país y de fuera de éste ha dejado de hablar la lengua antigua y de vestirse como sus ancestros; vive actualmente en casas hechas con materiales modernos, utilizan electrodomésticos y teléfonos celulares, pero sigue comiendo diariamente maíz, frijol y chile, actualizando constantemente la memoria colectiva y los valores y significados que se expresan en las maneras de preparar, comer y desechar los alimentos que corresponden a otros tiempos.

Advertimos cómo los grupos que migran a los Estados Unidos pueden adoptar el idioma y la manera de vestir, aprender la disciplina y emplear las tecnologías usuales en aquel país; sin embargo, continúan comiendo maíz en forma de tortillas, tamales, tacos, etcétera; frijol y una enorme variedad de salsas de chile; se reúnen con sus familiares y compatriotas cada vez que pueden para celebrar algún acontecimiento familiar o religioso que implica compartir la comida. Esto, según nuestra propuesta, significa reactivar los recuerdos, las emociones, los valores; conservar su identidad.

Se reconoce que los millones de migrantes mexicanos que han ingresado y continúan llegando a los Estados Unidos han influenciado notablemente la manera de comer de los de allá. Los norteamericanos, ahora y desde hace 15 o 20 años, comen chile, tortillas y frijoles, con actitudes e intenciones que desde luego son diferentes. Los restaurantes que ofrecen comida mexicana, tradicional o moderna, pero basada en la concepción antigua, tienen gran prestigio y se encuentran entre los mejor calificados. El proceso contrario, la influencia de la cultura culinaria norteamericana, es evidente en el consumo de la comida rápida, industrializada, cada vez más homogénea. Sin embargo, observando la conducta alimentaria de ciertos migrantes mexicanos, nos damos cuenta que ellos no consideran "comida" a la típica norteamericana: pizzas, pastelitos, hamburguesas... En general, esos productos se comen entre horas, para entretener el hambre; no son "comida". Quizá a eso se deban los problemas de obesidad que sufren muchos compatriotas que trabajan en los Estados Unidos, porque después de comer una pizza, llegan a su casa y comen normalmente sus menús tradicionales. Sería importante estudiar en profundidad cómo se realizan ambos procesos en territorio norteamericano.

¿Cómo es que se ha conservado esta identidad? Entre los múltiples aspectos y dimensiones que son observables en la alimentación es que son producto de lo cotidiano. El comer acontece generalmente en el ámbito del hogar, en familia. Aquí es donde se crea y articula la sociedad entera, es el espacio donde se habla, se dice, se hace y se concreta la vida y la relación entre el sujeto y el mundo; se expresa el dolor, la felicidad, el amor, el llanto, el padecer humano. Ahí se recrea el aquí y el ahora, la capacidad simbólica del ser, la que nos afirma y confirma como humanos (De Certeau, 1966). Otros valores también forman parte de los actos cotidianos del comer; tanto los éticos, educativos, simbólicos y de salud, como los de convivencia, sociabilidad y respeto que afortunadamente todavía prevalecen en muchos ámbitos de nuestro país.

Durante la Colonia, los conquistadores destruyeron templos, imágenes de dioses, códices, etcétera; no así las creencias y prácticas ligadas a la vida diaria. Protegidos por lo que se concebía como irrelevante, sobrevivieron creencias, valores y rituales relacionados con la vida cotidiana, como los de curaciones, ritos de paso, maneras de producir, de comer y de hacer la comida. Lo que se destruyó fue lo más visible: lo institucional.

La dimensión conservadora

La comida es quizá el elemento más conservador de una sociedad. Opina Duch (2005): "Los seres humanos son seres culturales, su existencia siempre se inscribe dentro de los límites y las posibilidades de una cultura concreta, lo que implica que uno se halla en un tiempo y un espacio históricos... siempre nos encontramos en un mundo ya constituido, normalizado, el cual nos es dado por transmisiones, a través de las llamadas estructuras de acogida, y además correlativamente tan sólo tenemos la capacidad para cambiarlo dentro de unos límites bastante estrechos".

En la historia hay diversos ejemplos de sociedades que se conservaron por siglos de esta manera, quizá porque dependían de los recursos que ofrecía su medio ambiente o quizá por lo que propone Duch: que las sociedades se conservan por estar inscritas dentro de los límites y posibilidades de una cultura concreta que desarrolló los mecanismos sociales para conservar su existencia. Por ejemplo, las sociedades de cazadores-recolectores vivieron por miles de años en una aparente estabilidad; decimos "aparente" porque en su interior seguramente hubo una dinámica en la cual interac-tuaban los componentes simbólicos o intangibles del sistema que hacían que la sociedad sobreviviera. Pero esto, hasta ahora, no es apreciable en el registro arqueológico. Como quiera que esto haya sido, el caso es que no podemos negar que hay sociedades más conservadoras que otras.

Sobre el mismo tema, algunos antropólogos que se han ocupado de estudiar el fenómeno alimentario, como Sidney Mintz, han propuesto que los hábitos de comida son los que se conservan por más largo tiempo en los seres humanos. Piensa que esto tiene que ver con que la primera comida que recibimos nos es dada con cuidados y cariño, y por tanto es algo que queda arraigado en nuestro ser y que por eso es difícil de transformar.

Dice Mintz (1996) que, como hemos visto en los años recientes, parece ser más fácil cambiar los sistemas políticos en los países que cambiar las dietas básicas. Los cambios políticos continúan ocurriendo, algunos a altas velocidades, pero mucho en el mundo queda sustancialmente igual. La estabilidad de los sistemas alimentarios sigue siendo una característica de las comunidades humanas.

La estabilidad del proceso alimentario quizá tiene que ver, entre otras cosas, con que en él se involucran las emociones, los recuerdos de la primera infancia que no sólo se almacenan en la mente, sino en una red psicosomática

que se extiende por todo el cuerpo, en nuestros órganos internos e inclusive en la superficie de nuestra piel. Las emociones se experimentan a través de todo el organismo y no sólo en el cerebro. Las emociones son el nexo entre materia y mente, es decir, cuerpo y mente son uno. Estas propuestas de Candance Pert (2004) en sus recientes investigaciones en neurobiología nos vienen a reforzar la idea del no cambio en los procesos alimentarios: deseamos volver a sentir, recordar, reconstruir las emociones asociadas a esas primeras comidas.

La tendencia a la estabilidad en la alimentación de los pueblos comprende la permanencia de ciertos elementos casi sin cambio durante siglos. Los llamamos factores homeostáticos o reguladores de la entropía, la cual es una fuerza desestructurante que opera en todos los sistemas vivos. Los elementos a los que nos referimos en este caso son los cereales, que fueron y siguen siendo los productos básicos de las culturas antiguas: en Asia el arroz y el trigo; en el cercano Oriente y Europa el trigo, el mijo y la cebada; en Sudamérica la papa; en México el maíz.

En la dieta mexicana el uso extensivo e intensivo del maíz en todas sus formas, el consumo del frijol y del chile, están presentes desde hace miles de años. Tenemos evidencia iconográfica de la elaboración y consumo de tortillas desde unos 800 años antes de nuestra era, en Cuicuilco, pero podemos imaginar que este proceso se concretó cientos de años antes de que aparecieran los instrumentos especializados para hacer tortillas: comales, metates, manos y las representaciones relacionadas. Es evidente que ello significa una historia larga de elaboración de tortillas sin instrumentos especializados; pudieron haberse utilizado piedras comunes sin tallar como morteros y manos, y algún intermediario natural para aislar del fuego directo la masa de maíz. Lo mismo pensaríamos de la manera de cocinar el frijol, que no ha cambiado en siglos: el frijol crudo no es digerible para el humano; hay que cocerlo. Y está el caso del chile en sus n variantes: antes de aparecer un molcajete, con seguridad hubo algún otro recipiente natural para moler semillas y chiles; por estas razones consideramos que desde entonces el maíz, el frijol y el chile han sido factores "ancla" en nuestra alimentación.

Recapitulando, las sociedades son generalmente conservadoras en el sentido cultural. Repiten y reinventan -que no inventan- soluciones a sus problemas de supervivencia, y cuando se presenta algún evento externo excepcional en el sistema, el grupo intenta regularizarlo y volver a sus constancias por medio de mecanismos de homeostasis. Mientras más complejo y evolucionado es un sistema, más sensible y abierto está al ingreso de eventos nuevos o desestructurantes (Morin, 1984).

¿Los cambios o no cambios?

Según las teorías del cambio social de Paul Watzlavick I (1999) hay dos tipos de cambio en los sistemas humanos. I Uno comprende los que se dan internamente; el otro resulta de la intervención de factores que provienen del exterior. En el primer caso el sistema permanece invariable en un juego de interacciones sin fin o círculo vicioso: cambiar para no cambiar, como escribió Lampedusa en su extraordinaria novela El gatopardo. Son los estímulos o eventos provenientes del exterior los que pueden afectar al sistema. Si estos estímulos llegan a incorporarse, pueden modificar al sistema y producir un cambio en su derrotero. Pero gracias a la capacidad de autoorgani-zación del sistema social, éste sobrevive de otra forma. En las sociedades también surgen nuevas y creativas estrategias culturales de grupo para generar otras formas emergentes que actuarán a su vez contra las fuerzas entrópicas.

En México, durante los siglos prehispánicos no se observaron cambios cualitativos en la alimentación; no intervinieron en ella factores externos poderosos que pudieran modificar la comida tradicional. En cambio al producirse la conquista europea, además de la imposición de factores socioculturales ajenos ingresan a la dieta materiales externos que sí modifican muchos de sus aspectos tradicionales: ingresa el ajo, especias como clavo, canela, pimienta negra, cilantro, cebolla; frutos, semillas, carnes diversas y, muy especialmente, el uso de la grasa animal para cocinar. Este ingreso produce un cambio: los nuevos materiales, como la grasa, se asimilan y enriquecen la ingesta, pero conservando siempre los productos originales. No se destruye lo anterior: emerge creativamente una nueva forma de autoor-ganización en la dieta mexicana.

El proceso de incorporación de los nuevos materiales como la grasa, las especias, etcétera, seguramente no fue inmediato; debieron haber pasado varios lustros antes de que éstos per-mearan la comida de todos. En la actualidad el consumo de alimentos industrializados no ha tenido un impacto semejante sobre la comida tradicional. Se consumen los alimentos modernos paralelamente con los tradicionales; estos últimos no se han modificado.

La experiencia de campo

Durante nuestro trabajo de campo en el área lacustre de San Gregorio Atlapulco, I pueblo de Xochimilco, observamos que en general hay una fuerte resistencia al cambio cultural y en particular al cambio alimentario desde que se estableció en la época colonial. Sin embargo no se ignora la modernidad asociada al avance de una urbanización sin precedentes, ya que Xochimilco, sus pueblos y barrios siempre fueron áreas rurales que abastecían con su producción agrícola las necesidades de la gran urbe que siempre ha sido México-Tenochtitlan. Dentro de su estrategia conservadora se identifican la preservación de los menús tradicionales en las comidas de todos los días, y principalmente en los de las fiestas y ceremonias que se encuentran en la base de la vida comunitaria que allí se cultiva. A través de la comida de las frecuentes fiestas religiosas y familiares, se manifiesta el espíritu comunitario de solidaridad, de participación, el reforzamiento de valores tradicionales.

En la comida cotidiana hay mayor libertad para seleccionar materiales ajenos a la tradición y emplear nuevas tecnologías. Los menús se diseñan dependiendo del recurso disponible, porque antes -hace 20 años- nadie compraba nada; todo se producía, se cazaba, se pescaba o se recolectaba ahí mismo. En las fiestas familiares en las que se festejan los rituales de paso -bautizos, primeras comuniones, bodas, sepelios- se ofrece comida a los vecinos, a la familia, a los invitados, y ésta puede variar dependiendo de la economía familiar y mucho del gusto compartido. Pero en la fiesta religiosa se invita a más personas de la comunidad, y la comida que se ofrece en las casas de familia siempre es la misma: mole con pollo o guajolote, tamales de frijol, arroz con jitomate, salsa de chile, tortillas y, de beber, pulque, cerveza, refrescos para las mujeres y los niños y trago fuerte para los hombres. La comida, en este caso, es un ritual en sí misma, porque corresponde a una expresión normada por reglas específicas, obedece a un conjunto de principios técnicos que supuestamente garantizan su eficacia, demostrada empíricamente por haberse practicado en forma reiterada por generaciones. Es la repetición cíclica que da sentido al tiempo. Los rituales son siempre iguales, pero siempre diferentes; la acción será nueva, las festividades-comidas serán siempre iguales, pero siempre diferentes. Porque como la poesía, la comida "... se rehace en cada repetición, que se refunde en cada una de sus variantes, las cuales viven y se propagan en ondas de carácter colectivo. La esencia de lo tradicional está, pues [...] en la reelaboración... por medio de las variantes" (Menéndez Pidal, 1939). En suma, "...el ser humano puede reunir en un todo creador la continuidad y el cambio, la tradición y su obligada recreación. En este sentido, la conciencia humana no es nada más que la extensa gama de posibilidades de correr incesantemente fuera de y mucho más allá de sí mismo... concretar mínimamente la forma característica de estar en el mundo" (Duch, 2005).

Bibliografía

De Certeau, M. (1996), La invención de lo cotidiano I. Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana, pág. XLIV.

Cordón, F. (1981), Cocinar hizo al hombre, Barcelona, Tusquets, pág. 91.

Duch, L. y J. C. Mèlich (2005), Escenarios de la corporeidad. Antropología de la vida cotidiana 2-1, Madrid, Trotta, pág. 19.

Menéndez Pidal, R. (1939), "Poesía popular y poesía tradicional", en Los romances de América y otros estudios, Buenos Aires, Espasa-Calpe, págs. 51-99.

Mintz, S. (1994), "Crops and human culture", en Third annual conference of the Society for the Study of Local and Regional History, Minnesota.

Mintz, S. (1996), Tasting food, tasting freedom, Beacon, Boston, pág. 24. Mintz, S. y C. Du Bois (2002), "The anthropology of food and  eating", Annual Review of Anthropology, vol. 31, págs. 99-119. Morin, E. (1984), Ciencia con consciencia, Barcelona, Anthropos, pág. 192.

Morin, E. (1994), Sociologie, París, Librerie Fayard, pág. 115. Pert, C. (2003), Molecules of emotion, Nueva York, Scribner. Watzlavick, P., J. Weakland, y R. Fish (1999), Cambio. Formación y solución de los problemas humanos, Barcelona, Herder, pág. 30.

Mayán Cervantes es doctora en ciencia política de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México; arqueóloga por la Escuela Nacional de Antropología e Historia y maestra en antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es profesora-investigadora del posgrado en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.